EL “CASO” DEL ARTISTA (EN SU ESCENARIO) DE TRAPO:
ARMANDO REVERÓN O EL OSCURO PODER DE LA MIRADA
Eleonora Cróquer Pedrón
Universidad Simón Bolívar
La mirada sólo se nos presenta bajo la forma de una extraña contingencia, simbólica de aquello que encontramos en el horizonte y como tope de nuestra experiencia, a saber, la falta constitutiva de la angustia de castración.
Jacques Lacan. “De la mirada como objeto a minúscula” (1964)
La mirada en sí, no sólo termina el movimiento, también lo fija. Miren esas danzas que les mencionaba, siempre están marcadas por una serie de tiempos de detención en que los actores se detienen en una actitud bloqueada. ¿Qué es, por lo tanto, ese tope, ese tiempo de detención del movimiento? No es más que el efecto fascinador —se trata de despojar al mal de ojo de la mirada, para conjurarlo. El mal de ojo es el fascinum, es aquello cuyo efecto es detener el movimiento y, literalmente, matar la vida. En el momento en que el sujeto se detiene y suspende su gesto, está mortificado. El fascinum es la función antivida, antimovimiento, de ese punto terminal, y es precisamente una de las dimensiones en que se ejerce directamente el poder de la mirada.
Jacques Lacan. “De la mirada como objeto a minúscula” (1964)
Más acá de la imagen
(Del ojo y la mirada: una esquizia desde donde pensar la fascinación por “El Artista de El Castillete”)
En una de sus conferencias brasileñas, “La imagen reina”, publicada en el volumen Elucidación de Lacan (1998), Jacques-Alain Miller nos introduce en el problema lacaniano de esa esquizia que separa el ojo de la mirada a partir de una distinción fundamental entre algunas imágenes “significantizadas” que él denomina “reinas” (“el propio cuerpo, el cuerpo del Otro y el falo”, con sus respectivos “operadores visuales”: “el espejo, el velo y la hendija”), y ese excedente vacío e inaprehensible (la mirada como objeto a) de cuyo imperio dependen. “Digamos que la realeza de la imagen, si ella existe, realiza una captura significante del goce”, expone Miller. “¿Es una realeza última? Son, sin duda, imágenes que están bajo un imperio. El imperio de la mirada. Digo imperio porque la mirada no es una imagen reina. Incluso, en esta definición, la mirada propiamente dicha es ‘lo sin imagen’. Encontramos para ella representación, suplemento […] La mirada es ‘el plus’, no es una imagen reina” (583-584).
La idea de tal distancia entre este tipo de imagen —una imagen fascinante, “investida en el fantasma”, privilegiada por el deseo— y esa suerte de “anterioridad” lógica que determina su reinado, continúa el autor, le permite a Lacan conducir su reflexión sobre lo imaginario hacia un más allá del puro regocijo que produce el reconocimiento especular —en ese punto donde lo que vemos adquiere los visos angustiantes de un encuentro (que es, por definición, encuentro con algo que hace límite a la visión). Y, en este sentido, proponer “[…] una nueva teoría de la imagen, en la medida en que el campo de la percepción es interrogado por él a partir del deseo y del goce […]” (589):
Hasta Lacan, en los márgenes de Freud, el campo de la percepción solamente fue abordado a partir de la represión del sujeto, eludiendo el plus-de-gozar. Es por eso que hasta Lacan, el campo de la percepción siempre apareció como el modelo mismo de la homeostasis. Lo que comporta una ceguera sobre el goce./ La fenomenología, en nuestro siglo, incluye en el espectáculo del mundo la presencia del cuerpo, pero no liberó la proscripción del goce en el campo de la percepción. Se esforzó en describir el mundo percibido en su pureza, esto es fuera del goce, a partir de la pura presencia de aquel que percibe. Lacan estableció que el perceptum (palabra latina para decir ‘lo percibido’) es, como tal, impuro. Fue así que Lacan restableció la pulsión en el campo escópico y se esforzó en percibir el campo escópico a partir de la pulsión (589-590; énfasis mío).
Así, pues… una nueva teoría de la imagen que, en diálogo con la Fenomenología de Merleau-Ponty y las investigaciones antropológicas de Roger Caillois, responde en gran medida a la formulación “la mirada como objeto a minúscula”. Esto es: la mirada en tanto primero que lo visual (y de la conciencia que lo evita) que, “en nuestra relación con las cosas, tal como la constituye la vía de la visión”, “se desliza, pasa, se trasmite, de peldaño en peldaño, para ser en algún grado eludido” (Lacan, 1990: 81); o, mejor aún: en cuanto esa función que, eludida en la complacencia que genera la imagen especular, de cara al espectáculo del mundo “nos cerca, y nos convierte primero en seres mirados, pero sin que nos lo muestren” (82). De allí que, más del lado de la mancha (ese enturbiamiento radical de la imagen, esa suspensión de la visibilidad) que del de la figura, la mirada marque la “preexistencia de un dado-a-ver respecto de lo visto” (82). Y que, más del orden de lo “tíquico” que de lo psíquico, en consecuencia, “pued[a] contener en sí misma el objeto a del álgebra lacaniana donde el sujeto viene a caer” (84) —se trata de la mirada como cumpliendo la función de objeto; y de lo que su anterioridad supone de un “afuera” de la visión:
El objeto a es algo de lo cual el sujeto, para constituirse, se separó como órgano. Vale como símbolo de la falta, es decir, del falo, no en tanto tal, sino en tanto hace falta. Por tanto, ha de ser un objeto —en primer lugar separable; —en segundo lugar, que tenga alguna relación con la falta. Voy a encarnar de inmediato lo que quiero decir./ A nivel oral, es la nada, por cuanto el sujeto se destetó de algo que ya no es nada para él. En la anorexia mental, el niño come esa nada […]/ El nivel anal es el lugar de la metáfora —un objeto por otro, dar las heces en lugar del falo. Perciben así por qué la pulsión anal es el dominio de la oblatividad, del don y del regalo […] Por eso, en su moral, el hombre siempre se inscribe a nivel anal. Y esto vale especialmente para el materialista./ A nivel escópico, ya no estamos en el nivel de la demanda, sino del deseo, del deseo al Otro. Lo mismo sucede a nivel de la pulsión invocante, que es la más cercana a la experiencia del inconsciente./ De manera general, la relación de la mirada con lo que uno quiere ver es una relación de señuelo. El sujeto se presenta distinto de lo que es, y lo que le dan a ver no es lo que quiere ver. Gracias a lo cual el ojo puede funcionar como objeto a, es decir, a nivel de la falta (110)
En esto reside el problema de ese “más acá de la imagen” al cual se refiere el título del presente apartado; y en esto, el anonadamiento del sujeto cuando lo sospecha, atravesado por la esquizia que media entre el órgano de la visión (el ojo) y el más “evanescente” de todos los objetos “en su función de simbolizar la falta central del deseo (112)”: en la radical inaprehensibilidad de ese objeto que, perdido tras el cosmos tranquilizante de lo que vemos, se devuelve hacia nosotros como el “enigma” de algo que desde allí nos mira.
Dos ejemplos de las artes plásticas y del comportamiento animal le sirven a Lacan Lacan para intentar ilustrar el modo en que lo que nos mira se hace presente en lo que vemos. En un primer momento, se detiene en lo que podría pensarse como el nacimiento de la pintura moderna —el descubrimiento de la perspectiva geometral como manera de organizar los elementos de la representación en el espacio pictórico— y, en este contexto, en lo que sería la figura de su inversión: la anamorfosis, esa estructura (magistralmente utilizada por Holbein en su cuadro Los embajadores) más allá de la cual la mirada no deja de (des)aparecer ante el ojo que infructuosamente la busca. “Este cuadro es”, afirma textualmente Lacan, “lo que es todo cuadro, una trampa de cazar miradas. En cualquier cuadro, basta buscar la mirada en cualquiera de sus puntos, para, precisamente, verla desaparecer” (96). A lo cual, más adelante, añade:
En lo que a nosotros respecta, la dimensión geometral nos permite visualizar cómo el sujeto que nos interesa está atrapado, manipulado, capturado en el campo de la visión.
En el cuadro de Holbein les enseñé de inmediato […] el singular objeto que flota en primer plano, que está ahí para ser mirado y atrapar así, casi diría hacer caer en la trampa, al que mira, es decir, a nosotros. Es, en suma, una manera manifiesta, excepcional, sin duda, y debida a algún momento de reflexión del pintor, de mostrarnos que, como sujeto, el cuadro nos convoca, literalmente, y en el caso de éste nos representa como atrapados. Porque el secreto de este cuadro —cuyas resonancias y parentesco con la vanitas evoqué antes—, de este cuadro fascinante que presenta, entre los dos personajes engalanados y rígidos, todas las cosas que recuerdan, en la perspectiva de la época, la vanidad de las artes y las ciencias, se revela en el momento en que, alejándonos un poco, lentamente, hacia la izquierda, volvemos luego la vista, y descubrimos lo que significa el objeto mágico que flota.
Es el efecto de simultáneos engaño y captura lo que le interesa destacar a Lacan a propósito de la anamorfosis; toda vez que en eso consiste para él la especificidad misma de lo visible (“En esta materia de lo visible”, insiste citando a Merleau-Ponty, “todo es trampa y, de manera singular, arabescos” [100]). Algo semejante a lo que resalta de ese otro mecanismo de simulación que funciona a nivel del comportamiento animal: el mimetismo. Un fenómeno sólo articulable “a partir de la dimensión fenoménica de una visión a vuelo de pájaro mediante la cual me sitúo en el cuadro como mancha” [105], tal cual el caso del crustáceo caprella acanthifera cuando deviene mancha entre los manchados briozoarios donde se aloja: “El crustáceo se ajusta a esa forma manchada. Se hace mancha, se hace cuadro, se inscribe en el cuadro” (106). Efecto de entrampamiento del ojo, éste, que recuerda lo que ocurre a nivel inconsciente con el falo, “en tanto que falta a lo que podría haber de real en aquello a que apunta el sexo” (109); y que constituye el valor mismo de la pintura:
En la medida en que, en el seno de la experiencia del inconsciente, tratamos con ese órgano —determinado en el sujeto por la insuficiencia organizada en el complejo de castración— podemos darnos cuenta de hasta qué punto el ojo está preso en una dialéctica de la misma índole.
Desde un principio, en la dialéctica del ojo y de la mirada, vemos que no hay coincidencia alguna, sino un verdadero efecto de señuelo. Cuando, en el amor, pido una mirada, es algo intrínsecamente insatisfactorio y que siempre falla porque —Nunca me miras donde yo te veo.
A la inversa, lo que miro nunca es lo que quiero ver. Y, dígase lo que se diga, la relación entre el pintor y el aficionado, que evoqué antes, es un juego, un juego de trompe-l’oeil; un juego para engañar algo. No hay en esto la menor referencia a lo figurativo como impropiamente se dice, si por ello se entiende una referencia cualquiera a la realidad subyacente.
En el apólogo antiguo sobre Zeuxis y Parrhasios, el mérito de Zeuxis es haber pintado unas uvas que atrajeron a los pájaros. El acento no está puesto en el hecho de que las uvas fuesen de modo alguno unas uvas perfectas, sino en el hecho de que engañaban hasta el ojo de los pájaros. La prueba está en que su colega Parrhasios lo vence al pintar en la muralla un velo, un velo tan verosímil que Zeuxis se vuelve hacia él y le dice: Vamos, enséñanos tú, ahora, lo que has hecho detrás de eso. Con lo cual se muestra que, en verdad, de engañar al ojo se trata. Triunfo, sobre el ojo, de la mirada (109-110).
De allí que, del engaño de lo imaginario a la aplastante verdad del deseo, según Lacan, el valor de la pintura estribe “en que el trompe-l’oeil de la pintura da como otra cosa que lo que es” (119). Y es este trompe-l’oeil “lo que nos cautiva y nos regocija” (119): “cuando con un simple desplazamiento de la mirada, podemos darnos cuenta de que la representación no se desplaza con ella, que no es más que trompe-l’oeil. Pues en ese momento aparece como otra cosa que lo que se daba, o más bien, se da ahora como siendo esa otra cosa” (119; énfasis mío). Y en este sentido, concluye: “El cuadro no rivaliza con la apariencia, rivaliza con lo que Platón, más allá de la apariencia, designa como la Idea. Porque el cuadro es esa apariencia que dice ser lo que da la apariencia, Platón se subleva contra la pintura como contra una actividad rival de la suya. Esa otra cosa es el a minúscula, a cuyo alrededor se libra un combate cuya alma es el trompe-l’oeil” (119).
Asimismo, entonces, podríamos pensar que el valor de la pintura estriba en el apetito que alimenta: el apetito del ojo. Y que en esto consiste su poder de fascinación (¿cómo quitar el ojo de eso que supone una tan tramposa mecánica libidinal?, ¿deseo de (no) ver mirar?). De hecho, al final de este apartado sobre la mirada, cuyo recorrido he tratado de seguir hasta ahora, Lacan apunta una doble relación entre esa figura que popularmente encarna “la verdadera función del ojo”, el mal de ojo, y el poder que se le atribuye (el poder de la envidia):
Invidia viene de videre. La invidia más ejemplar para nosotros, los analistas, es la que destaqué desde hace tiempo en Agustín para darle todo su valor, a saber, la del niño que mira a su hermanito colgado del pecho de su madre, que lo mira amare conspectu, con una mirada amarga, que lo deja descompuesto y le produce a él el efecto de una ponzoña./ Para comprender qué es la invidia, en su función de mirada, no hay que confundirla con los celos. El niño, o quien quiera, no envidia forzosamente aquello que apetece (envie). ¿Acaso el niño que mira a su hermanito todavía necesita mamar? Todos saben que la envidia suele provocarla comúnmente la posesión de bienes que no tendrían ninguna utilidad para quien los envidia, y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha./ Esa es la verdadera envidia. Hace que el sujeto se ponga pálido, ¿ante qué? —ante la imagen de una completitud que se cierra, y que se cierra porque el a minúscula, el objeto a separado, al cual está suspendido, puede ser para otro la posesión con la que se satisface (112).
Este preámbulo en torno a la “esquizia del ojo y la mirada” propuesta por Lacan, que en efecto nos conduce a pensar la imagen más allá de lo visual y a entender lo visual desde un más acá subjetivo (es decir, deseante) del fenómeno físico de la percepción, articula el problema en torno al cual me interesaría organizar mi acercamiento a la Iconografía del pintor venezolano Armando Reverón (1889-1954). O, más concretamente: al espacio de complicidades que supone: fascinación de la cual parecen “cautivos” los ojos que de manera sucesiva insisten en apresar cualquier gesto revelador de la “excepcionalidad” del artista (genio, loco, chaman… “caso”); y correlativo histrionismo del artista, dado-a-ver (gracias a la fotografía, por otra parte) en su escenario de trapo. Me refiero a los ensayos fotográficos de los cuatro fotógrafos que registraron la vida (falsamente) privada de este “excéntrico” de las artes plásticas nacionales; este hombre extraordinario no sólo por las “obras” que produjo (desde las incandescencias turnerianas de sus pinturas de la costa, hasta las múltiples majas abundantes y abruptas como estas tierras criollas), sino también por la pregnancia de su propia imagen ofrecida como espectáculo a quienes quieran asomarse a mirarlo entre los muros abiertos de El Castillete. Ante las cámaras de Alfredo Boulton (1930), Jean de Menil (1940), Victoriano de los Ríos (1950) y Ricardo Razetti (1959), y ante el público que sigue acudiendo a verlas sucesivamente, la imagen de Reverón, (primera de entre todas las que componen la escena/el cuadro), es “reina”.
Así, son distintas las imágenes de Reverón que cada una de estas lentes captura; y distintas las miradas que se deslizan a través de ellas. Sin embargo, todas parecen como animadas por un mismo deseo: capturar a Reverón, confundido entre sus cosas —mimetizado, podríamos pensar incluso: hecho él mismo “cosa”; echar un vistazo, pues… al interior del artista (a su territorio: El Castillete) y detener alguno de los “excesos” que allí se hacen manifiestos (el rapto, el desvarío, el ridículo, la fragmentación… gestos todos de su “diferencia”). Desde luego, es este un intento de ante mano fallido, dada la naturaleza de por sí inaprehensible de eso que de Reverón no podría ser de ninguna manera podría ser capturado (su alteridad); aunque no por ello fácilmente depuesto.
Al interior de la serie de impresiones fotográficas mediante las cuales Alfredo Boulton se propusiera capturar quién sabe cuál secreto sobre el “genio creador”, en “Una sesión de trabajo” de “El Artista de El Castillete”, la figura semidesnuda del cuerpo delgado del pintor se detiene en el gesto de su confrontación con el lienzo. El cuadro no deja de mostrar ese gesto como suspendido entre el juego de luces y sombras en el cual tiende a desvanecerse lo que vemos. La leyenda de otra fotografía semejante a ésta reza: “Las paredes eran de tablas; el techo de paja. Alrededor de la cintura se colocaba una gran bolsa donde guardaba trozos de madera que le servían de pincel”. El artista confundido con su escenario: vestido de trapo entre trapos, y literalmente raptado en el proceso de la creación, parece ser aquí el espectáculo fascinante. El uso que de estas mismas imágenes hace el cortometraje Armando Reverón de Edgar Anzola en el 34 hace más evidente aún el efecto: el genio se manifiesta en su privacidad de “rituales”, se deja tragar por el espejo lienzo, se hace Uno con el Arte… y de allí emerge, excéntrico y decidido en espera de otro momento de revelaciones. (Reverón “hace” que no nos ve mirarlo).
Jean de Menil, 1943
Preso de otra ficción (semejante a la que ilustra el Reverón de Roberto Lucca [45- 49]), aquí El Artista desvaría: es una mirada perdida; o, mejor: como siendo mirado por algo que pulsa más allá de lo visible… En la captura imposible de ese umbral se entretiene el obturador fotográfico. Se trata de la “locura” de quien sin duda constituye un “caso” excepcional de las Artes Plásticas nacionales: el cuerpo extraño, ese cuerpo camuflajeado (a medias rama entre las ramas, a medias líquen, a medias trapo), mira en otra dirección porque habita en otras coordenadas —la esquizofrenia de Reverón era ampliamente conocida para la fecha. Y apetecida: para nadie era un secreto su locura; por el contrario, era parte del espectáculo.
Ricardo Razetti, 1953
Reverón, artista de El Castillete: el genio, el loco, el lúcido… y el roto. ¿Esta imagen no termina elevando al objeto-Reverón a la dignidad de la Cosa? ¿No es la fragmentación de lo visible eso a lo que aspiran la literatura y el arte de cierta modernidad no logocéntrica? Reverón, como coincide en proponer Margot Benacerraf (1951-52) en el más cinematográfico de los cortos de los cuales fuera protagonista en vida, se mira en el espejo/lienzo que lo convierte en imagen. La cámara lo ve mirarse; y le dona un sentido a eso que mira: su propia imagen quebrada y confusa: enmarcada en la superficie rota del espejo, la figura de este hombre deviene tan borrosa como el entorno.
Hecho imagen… Reveron nos mira
“¿Cuál es el deseo que queda atrapado, que se fija, en el cuadro, pero que también lo motiva, pues impulsa al artista a poner en práctica algo?”, es la pregunta que se hace Lacan a propósito de la anamorfosis en Los embajadores de Holbein (1990: 100): esa figura distorsionada, recordemos, que orada la armonía visual de la escena y hace que giremos de nuevo el rostro hacia ella antes de abandonar la habitación donde nos ha mantenido entretenidos durante un buen rato...
Siguiendo la lógica de tal interrogante, ante estas imágenes de un Reverón hecho enigmática figura al interior del encuadre fotográfico que lo convierte en imagen, estas imágenes a las que una y otra vez volvemos a lo largo del tiempo, podríamos asimismo preguntar: ¿de qué habla la evidente fascinación por esta imagen del artista que gesticula en su escenario de trapo?, ¿esta fascinación que comparten tanto el ojo de quien no puede no tratar de apresarlo, de hacerlo pasar por el obturador de la cámara, como el de quien se detiene a contemplar esos sucesivos intentos?
Como afirma Lacan respecto del expresionismo (estilo que en su opinión desdice el poder anestesiante de la pintura hasta ese momento), el escenario reveroniano y el artista que gesticula en su interior (como reproduciendo los artilugios finiseculares del tableau vivant, o adelantando algunas formas contemporáneas de intervención plástica como el performance) funcionan “como un llamado muy directo a la mirada” (116). Las fotografías de Reverón nos incitan a mirar entre los trapos del artista. Es así como en ellas aparece: resguardado por las cortinas que lo aíslan frente al lienzo; amarrado por la cintura y con las manos forradas; enmascarado tras sus barbas... No obstante, algo de esa incitación es asimismo una suerte de “respuesta” al anonadamiento que genera el juego de poses en que se convierte su lugar de identidad. No otra cosa pareciera proponer la evidentemente intencionada fotografía de Victoriano de los Ríos que, parafraseando los recursos del mismo Reverón, podríamos titular: “Fotografía del artista con pumbá, barba, maniquí y Autorretrato con muñecas —pumbá y barba”.
En esta fotografía, dos imágenes se disponen a lado y lado del Reverón de “apariencia histórica” que, retador, le sostiene la mirada al lente de la cámara: el Reverón del lienzo, sublimado en el gesto del autorretrato; y el del espejo, perdido en un anonadamiento casi imposible (¿hacia dónde se dirigen sus ojos?). Algo nos mira, sin embargo, desde esta imagen como especialmente dispuesta para confundirnos: ¿qué hay detrás de esta apariencia?, ¿cuál es la “verdadera”?. E, incluso más: ¿cuál elegimos ver? Pero, en cualquier caso, hay una “otra dimensión” en lo que vemos; un afuera de la imagen que nos recuerda que lo que vemos no es más que la mirada del Otro que ha distribuido la escena para tal fin. Aquí el placer reside en la fantasía de captura: la fotografía es capaz de atrapar el gesto revelador de este genio, de este loco, de este poseedor de un saber “otro”; el goce, por otra parte, en no poder dejar de ver ese mecanismo cómplice de un ojo fascinado por las veladuras y un hombre hecho una de ellas.

El acercamiento que intento desarrollar aquí en torno a ese tan inclasificable como continuamente revisionado pintor venezolano que es Armando Reverón (1889-1954) forma parte de una investigación mayor sobre algunos “casos” de autoría literaria o plástica que, ya en los albores del siglo xx y de alguna manera adelantándose a lo que los situacionistas franceses de los ‘60 definirían luego como “sociedad del espectáculo” (Debord, 1999), aparecen en múltiples direcciones atravesados por lo visual. Un artículo de 1999, “Velado y obsceno, el cuerpo escrito de Frida Kahlo” (1999), sobre los modos en que esta emblemática mujer utiliza la sobreexposición de su propio cuerpo sufriente para adquirir un lugar privilegiado en el parnaso de la pintura mexicana, fue quizá mi primera indagación respecto de estos “raros” de la literatura y el arte, y los bizarros archivos de donde emergen recortados, editados, “fetichizados” incluso, por el uso que críticos e historiadores hacen de los retazos de vidas-con-obra allí contenidos… Lo que anima mi atención hacia este tipo de autor “enigmático”, “excéntrico” en una Historia que en principio lo coloca aparte (o entre paréntesis), y siempre dispuesto para mostrar de nuevo todo ese teatro de (sus) intimidades, que tan confuso apetito despierta en el ojo del espectador ávido de revelaciones, es su manera de aparecer en la escena pública en tanto que una imagen toda dada para ser vista: un “caso único”, una “atipicidad”, una “excepción”… siempre a medio camino entre el caso clínico y el fenómeno de circo. Una y otra vez fotografiado, filmado, descrito, evocado o recreado en relatos u obras de teatro… en torno a este autor(a) (así comencé a denominarlo, cuando vislumbré el problema con respecto a las “poetisas” latinoamericanas de entre siglos, abusando de la grafía lacaniana [cf. Cróquer, 2003a, 2003b, 2005]), dado-a-ver como al interior de un cuadro y autorrepresentado en el gesto de cierta existencia más bien vicaria, espectacular, podemos identificar una fuerza específica, una potencia —fascinación que, del orden de la pulsión escópica, o de la mirada como objeto a minúscula, como sugiere Lacan, no deja de recordarnos el poder anonadante que poseen algunas imágenes (y el de algunos individuos que socialmente quedan apresados en ese lugar): “el poder de mantenernos bajo su mirada” (Lacan, 1990: 119).
En su libro El marco del fantasma y el lienzo de la identificación, Bernard Nominé propone dos textos de Lacan como antecedentes de ese otro de 1964 donde formula la noción de mirada que nos interesa discutir aquí (“De la mirada como objeto a minúscula”, texto fundamental del psicoanalista respecto de la dimensión subjetiva de este fenómeno escópico): “El estadio del espejo como formador de la función del yo [‘je’] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” (1949) y “Observación sobre el informe de Daniel Lagache: ‘Psicoanálisis y estructura de la personalidad’” (1960). Sostiene, además, que ya en estos escritos se puede identificar la intención de Lacan de hacer trascender el contacto visual con la imagen en el espejo del campo físico de la percepción. Según Nominé, ya cuando se refiere a la “asunción jubilosa” de la imagen de sí que el niño percibe tempranamente cuando se confronta con la superficie refractante del espejo, “Lacan nos dice que ‘la imagen especular parece ser el límite del mundo visible’”; y continúa: “Si esa imagen i(a) está al límite de lo visible, lo que le dará su visibilidad es este momento esencial en que el niño se vuelve hacia aquel que lo lleva o lo sostiene detrás de él y que representa al Otro. ¿Por qué este movimiento? Para que ese Otro dé su sentido a la imagen, para que colme de valor esa imagen./ Entonces, sin ninguna duda, esa imagen i(a) resulta modificada por el hecho de que se añade a ella la dimensión de la inscripción significante del sujeto al lugar del Otro” (s.d.: 22).
A las dos pulsiones fundamentales (oral y anal) y sus objetos correspondientes (pecho y heces) que Freud define en ese texto de 1915 neurálgico para la conceptualización de las pulsiones, “Los instintos y sus destinos” (1996: 2039 y ss.), Lacan añade otros tantos: la mirada y la voz. En el apartado de su seminario de 1964 que intento resumir aquí, “De la mirada como objeto a minúscula”, a la pregunta “¿Más allá de la apariencia está la falta o está la mirada?”, responde con esta síntesis esclarecedora.
En un texto neurálgico con respecto a la relación entre la imagen visual y eso no simbolizable de lo cual ésta es apenas veladura, Georges Didi-Huberman (1997) adopta esta distinción lacaniana entre “lo que vemos” y “lo que nos mira” para referirse a la problemática del objeto en el minimalismo. Los enormes y contundentemente matéricos cubos de D. Judd, T. Smith o R. Morris, entre otros, funcionan como una suerte de “anamorfosis”, según el autor; como dispositivos de interpelación que nos recuerdan, desde su propio vacío imaginario, la nada que nos constituye.
“La dimensión geometral de la visión no agota pues, para nada, lo que de relación subjetivante originaria nos propone el campo de la visión como tal./ Por eso es importante dar cuenta del uso invertido de la perspectiva en la estructura de la anamorfosis./ El propio Durero inventó el aparato para establecer la perspectiva […] La tabla de portillo fue pues instaurada para establecer una imagen perspectiva correcta. Si invierto su uso, tendré el gusto de obtener, no la restitución del mundo que está en su extremo, sino la deformación, en otra superficie, de la imagen obtenida en la primera, y me entretendré como con un juego delicioso, con ese procedimiento que hace aparecer a voluntad cualquier cosa en un estiramiento particular […]/ La deformación puede prestarse —no era sólo el caso de este fresco— a todas las ambigüedades paranoicas, y no se escatimó su uso, desde Archimboldo hasta Salvador Dali […]/ ¿Cómo no ver en esto, inmanente a la dimensión geometral —dimensión parcial en el campo de la mirada, dimensión que nada tiene que ver con la visión como tal— algo simbólico de la función de la falta, de la aparición del espectro fálico?/ Entonces, en el cuadro Los embajadores […] ¿qué ven? ¿Cuál es ese objeto extraño, en suspenso, oblicuo, que está en primer plano, delante de los dos personajes?/ Los dos personajes están tiesos, erguidos en sus ornamentos ostensivos. Entre ambos, una serie de objetos que, en la pintura de la época representan los símbolos de la vanitas […] Entonces, delante de esa ostentación del ámbito de la apariencia en sus formas más fascinantes, ¿cuál es el objeto que flota, que se inclina? No pueden saberlo —y desvían la mirada escapando así a la fascinación del cuadro./ Empiecen a salir de la sala, donde sin duda los ha cautivado durante largo rato. Entonces, cuando al salirse se dan vuelta para echar una última mirada […] ¿qué disciernen en esa forma? —una calavera […] Todo esto nos hace ver que en el propio ámbito de la época en que se delinea el sujeto y en que se busca la óptica geometral, Holbein hace visible algo que es, sencillamente, el sujeto como anonadado —anonadado en una forma que, a decir verdad, es la encarnación ilustrada del menos fi (-Φ) de la castración, la cual para nosotros centra toda la organización de los deseos a través del marco de las pulsiones fundamentales” (94-95).
Para contradecir la insistencia en pensar los fenómenos de mimetismo desde la idea de adaptación, Lacan se refiere a un libro de Roger Caillois, Medusa y compañía, donde este antropólogo francés distingue tres modalidades del mimetismo: el disfraz, el camuflaje y la intimidación: “En este ámbito”, continúa Lacan, “se presenta la dimensión por la cual el sujeto ha de insertarse en el cuadro. El mimetismo da a ver algo en tanto distinto de lo que podríamos llamar un él mismo que está detrás. El efecto de mimetismo es camuflaje, en el sentido propiamente técnico. No se trata de concordar con el fondo, sino, en un fondo veteado, de volverse veteadura […]/ En el caso del disfraz, está en juego cierta finalidad sexual. La naturaleza nos muestra que este designio sexual se produce mediante toda suerte de efectos que son esencialmente de simulación, de mascarada. Así se constituye un plano distinto del designio sexual propiamente dicho, que desempeña en él un papel esencial, y no decidir apresuradamente que es el plano del engaño. La función del señuelo […] es algo diferente […]/ Por último, el fenómeno llamado de intimidación entraña también esta sobrevaloración que el sujeto siempre intenta alcanzar en su apariencia. Una vez más, conviene no apresurarse en recurrir a la intersubjetividad. Cada vez que de imitación se trate, cuidémonos de pensar demasiado rápido en el otro a quien supuestamente se imita. Sin duda, imitar es reproducir una imagen. Pero, para el sujeto, intrínsecamente, es insertarse en una función cuyo ejercicio se apodera de él” (106-107).
Esta Iconografía es aún más extensa: incluye los tres famosos cortometrajes Armando ReverónReverón (1945-49, por Roberto Lucca) y Reverón (1951-52, por Margot Benacerraf); así como, en un sentido más amplio, las varias semblanzas, rememoraciones, obras de teatro o trabajos propiamente plásticos que se regodean en recrearlo. Para esta primera aproximación al archivo iconográfico de Reverón he recortado los materiales a partir de una reciente exposición de fotografías del artista curada por Luis Pérez Orama, hoy en día su crítico más importante (“La construcción de un personaje. Imágenes de Armando Reverón”, Trasnocho Cultural, Caracas: del 30 de septiembre al 7 de noviembre de 2004). Al catálogo de la exposición pertenecen las imágenes que citaré en este apartado del presente trabajo.
Referencias bibliográficas
Cróquer, Eleonora. “Velado y obsceno, el cuerpo escrito de Frida Kahlo”. Estudios, 13: 1999.
Debord, Guy (1999). La sociedad del espectáculo, Valencia: Pre-textos, 1999
Didi-Huberman, Georges (1997). Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial.
Freud, Sigmund (1996). Obras completas. Madrid: Biblioteca Nueva.
Lacan, Jacques (1990). “De la mirada como objeto a minúscula” (1964). En: Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanlálisis, Buenos Aires: Paidós.
Miller, Jacques-Alain (1998). Elucidación de Lacan. Paidós: Argentina.